jueves, 29 de diciembre de 2011

El juego de la patada

Querida pulga,

Juguemos un juego, el juego de la patada. 
Yo hago presión sobre mi vientre y tú respondes con una patada. Juguemos todo lo que tú quieras, a veces dos, a veces cinco, a veces hasta 15 minutos. 
Tú comienzas. Cuando estés despierta patea, o codea o cabecea con fuerza. Luego mami responde a tu patada presionando con la mano en el último lugar dónde golpeaste y te dice "Patea bebé, patea". Tú te tomas tu tiempo pero siempre respondes con una patada, a veces muy sutil, otras veces más fuerte, y así establecemos una comunicación basada en nuestros movimientos. 
El juego de la patada me lo enseñó Beatriz, una señora muy inteligente con la que hice un curso prenatal. Ella estaba angustiada porque yo estaba en la semana 16 y tú no pateabas. Yo le decía "tranquila, ya pateará". Y así fue. Pateaste por primera vez cerca de la semana 20 y yo me sentí más mamá que nunca. Tal como dice el libro Qué esperar cuando se está esperando nada es más prueba de que se está embarazada que los movimientos fetales; ni los ecos, ni los malestares, ni escuchar los latidos del corazón. La primera vez que uno siente a su bebé es que entiende que tiene a una persona creciendo adentro. 
Cuando empezamos a jugar yo intentaba presionando mi vientre y diciéndote "patea, pequeña, patea" pero tú no respondías. Me dije que tenía que tener paciencia, así que seguí. Todos los días, cada vez que te sentía te hacía presión y te decía que patearas. Tomó unos días pero al final lo lograste. Ahora sólo basta que presione un lugar de mi vientre para que tú, pulga adorada, me respondas con un golpecito. Son nuestras primeras conversaciones. Comenzamos a comunicarnos en un lenguaje muy íntimo que sólo tu y yo, y a veces papá, entendemos. Un lenguaje, que espero, nos una por siempre. 
Patea mi pulga, patea. Mami te escucha. 

martes, 20 de diciembre de 2011

¿Más brutas o más inteligentes...?

En estos días mi amiga Andrea me envío un artículo sobre como la maternidad cambia el cerebro de las mujeres y las hace más inteligentes.
La nota contaba que si bien es cierto que el tamaño del cerebro se reduce durante el embarazo, ese "encogimiento" provisional hace que la corteza cerebral se reestructure y se generen por ejemplo más conexiones neuronales que en definitiva nos hacen más intuitivas, eficientes, resistentes al estrés y valientes.
La noticia, debo confesar, me tranquilizó, pues yo misma he sido víctima de la pérdida de concentración y memoria de la que el artículo hace mención. Una amiga me contó que su esposo le decía a eso estar "mononeuronal" y otra me confesó que ella en definitiva se sentía más bruta; así de simple. Yo me identifico totalmente con ellas hasta el punto de pensar que ahora estoy más lenta (mentalmente digo, físicamente es obvio), he perdido sarcasmo, sentido del humor y capacidad de análisis. No se burlen, es en serio.
El domingo pasado en la noche, mi esposo y yo vimos la nueva película de Almodóvar, La Piel que Habito. Yo siempre he sido amante de las películas de Pedro porque las considero poseedoras de una sensibilidad y un sentido del humor y de la crítica únicos pero ésta debo decir, no la entendí. No es que me haya parecido mala, no, no, no, simplemente no la entendí, no le encontré sentido. Pensando en el artículo que me envió Andrea y en los comentarios de mis amigas, temí haberme embrutecido.
Afortunadamente, rato después encontré una explicación que me tranquilizó. No se trata de que haya perdido inteligencia -al menos eso espero- se trata de que he reajustado mis prioridades. Al menos por el momento.
En este preciso instante en el que todas mis energías -y cuando digo todas, son todas- están enfocadas en pulguita, el resto de las cosas carecen de importancia. Ahora me interesa más si me tomé las vitaminas e hice mis ejercicios de yoga que si leí la última edición de The New Yorker . Y es que cuando hay una misión tan primordial como garantizar la supervivencia de un nuevo ser todo lo demás es minúsculo.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Breve carta a una pulga adorada

Mi pulga adorada,

Ayer nuevamente te vi. Tu papá y yo fuimos a la clínica a que me hicieran uno de esos ecos maravillosos que ahora llaman 4D -honestamente esto me resulta raro, ya que pensaba que lo máximo eran tres dimensiones- y que son prácticamente como una fotografía. 
Estabas dormida, o eso parecía. Tenías los ojos cerrados, tu manita cerca de tu mejilla izquierda y una media sonrisa en los labios. Yo te hablaba para que te movieras mientras el médico presionaba la barriga, pero todo lo que logramos fue que cambiaras la media sonrisa por una mueca más abierta que yo creí era un llanto pero que tu papi -siempre tan optimista- me aseguró que era una carcajada. 
Estás pesando 1 kilo 200 gramos y mides casi 40 centímetro. El doctor dijo que eras una niña grande para el tiempo que tenías y yo me sentí orgullosa. Escuchamos nuevamente tu corazón latir duro y fuerte -no en vano tu padre te llama Pulguita Corazón de León- y el médico examinó la medida y funcionamiento de cada uno de tus órganos. Estás creciendo fuerte y hermosa. 
Nos dieron un video, que ya yo he visto tres veces, y seis fotografías que guardo celosamente en una carpeta en mi escritorio. Una de las imágenes la grabé en el celular, y todas las noches antes de acostarme, y a veces cuando me despierto de madrugada, te vuelvo a mirar: Pulga, eres la criatura más adorable que jamás haya visto. 

martes, 29 de noviembre de 2011

Vivamos esta etapa

Mirando en retrospectiva puedo darme cuenta de que muchas de las etapas más importantes de mi vida pasaron por mí, más yo no pasé por ellas. Me explico, cuando me casé, por ejemplo, trabajaba 15 horas diarias en promedio y todos los preparativos de la boda se los dejé a mi mamá. Así, llegó el gran día, yo me presenté en mi iglesia vestida de blanco, caminé al altar, dije si quiero, bailé y celebré en la fiesta y listo. Mi presencia en todo el proceso no debe haber durado más de 10 horas.
Así fue también cuando viví en Nueva York. Inmediatamente después de terminar el postgrado empecé a trabajar en un periódico comunitario que resultó un desastre sólo porque del miedo de quedarme sin hacer nada tomé la primera oportunidad que salió. 
Es como si hubiese estado montada en un tren y hubiese visto pasar delante de mis ojos episodios de mi vida sin tener chance de apreciarlos, acariciarlos y vivirlos.
Una serie de circunstancias y una decisión consciente se juntaron para que mi embarazo fuera diferente. Como apenas hace 4 meses que me mudé a Caracas - y bajo el hecho obvio de que ninguna empresa me iba a dar empleo embarazada- decidí más bien trabajar a destajo desde la casa y sólo en proyectos que me atrajesen. Para mi, que toda la vida he trabajado en una oficina a un ritmo de 10 a.m. a 10 p.m. (sí, los periodistas comenzamos tarde en la mañana) este cambio ha sido radical y ha venido con grandes satisfacciones y algunos bajones. 
Amo tener el tiempo para caminar todas las mañanas en el parque, para hacer yoga prenatal, para leer cuanto libro de embarazo se me cruce por el camino, para hablarle a mi pulguita, ponerle música, decirle cuánto la amo, para simplemente contemplar en el espejo mi gran panza, y para poder VIVIR, así en mayúscula, esta etapa sin perdérmela. Me ha costado, claro está, acostumbrarme a trabajar por mi cuenta, a no poder chismear en la tarde con los amigos de la oficina, a tener que hacer mi coffee break sola, y sobretodo ha sido difícil entender que está bien, que es válido bajar el ritmo, que no tengo por qué sentirme culpable, que estoy haciendo exactamente lo que tengo que estar haciendo. 
El otro día me encontré con una vieja amiga -especie de mentora periodística- y le comentaba que me sentía un poco mal porque creía que podía estar haciendo más, trabajando más horas, inventando nuevos proyectos. Ella, que es una especie de hermana mayor, me dijo "Carla, eso no tiene sentido. Lo más importante en tu vida ahorita es este bebé, disfruta cada momento que no sabes lo afortunada que eres" y pasó a relatarme como ella tenía tiempo buscando un bebé sin ningún éxito. A menudo me recuerdo de la conversación con mi amiga, y cuando siento el impulso de hacer cuatro reportajes a la vez, en vez de uno cada quince días, me dijo, "No, esta etapa es demasiado importante como parar perdérmela también". 

jueves, 24 de noviembre de 2011

Te llamaremos pulguita

Cuando nos enteramos de que estábamos embarazados, tu papá te bautizo pulguita. Sin saber si eras niño o niña, y temerosos de cualquier contratiempo, pensamos que lo más sensato era ponerte un sobrenombre y éste, que hace alusión a lo pequeña que eres, me pareció dulce y adecuado. Desde ese día y -por los vientos que soplan hasta el día en que nazcas- así te hemos llamado.
Yo, que quiero que tengas un nombre fuerte pero original, lindo pero original, fácil de recordar pero original, con carácter pero original, pensé en llamarte Almudena -si ya sé, no es precisamente fácil de recordar- pero inmediatamente mi sueño se vio interrumpido por los comentarios -no del todo equivocados- que me advertían que se burlarían mucho de ti en el colegio y que probablemente te llamarían "almohadita".
Como no quiero causarte un trauma innecesario, deseché el nombre y comencé a buscar otras opciones. Una noche, incluso, hicimos una votación -con jueces corruptos, igual que en el CNE- y si mal no recuerdo, los elegidos fueron Luciana y Fernanda. Yo, obviamente podía votar doble. Uno por ti y otro por mi. Ja!
Luciana fue posteriormente eliminado porque tienes una primita de dos años que se llama Lucía -y yo que pasé por el suplicio de tener el mismo nombre y el mismo apellido que una prima dos años menor, no quiero que vivas nada parecido- y Fernanda sí que se convirtió en un gran favorito. Me frena quizás aquella vieja canción que dice "Fernanda, Fernanda, yo quiero ir contigo de parranda", aunque si a ver vemos otros de los nombres que más me gustan también tienen canciones: Micaela ("ayayay Micaela se botó, que se botóooo...") y Juliana ("Juliana que mala eres, que mala eres Juliana)".
Tu papá es sin duda, menos difícil que yo. A él le gustan los nombres "de toda la vida" y sería el hombre más feliz del mundo si te llamamos Alejandra, Andrea o Mariana. Yo me niego a que en tu salón hayan 10 niñitas que se llamen igual a ti y desde un principio quedamos en que aunque él debía estar de acuerdo, si eras niña, el nombre lo escogía yo.
Y es que aunque tu dirás "que mamá tan indecisa" escoger un nombre para alguien a quien en tu vida has visto no es fácil. Pensé en llamarte Alana pero tu tío dice que si llegas a ser baja de estatura te llamarán "Alana, la enana", me gustaba Zoe pero pensé que en la adolescencia maliciosamente podrían llamarte zorra, consideré Penélope pero me asustó que el diminutivo lógico sería Pene, aposté por Abril, pero quién me asegura que no te dirán mayo, junio o julio. Ya sé que todo nombre siempre despertará una burla, y que dependerá de mí y de ti como lo manejemos, pero no quiero causarte una infelicidad gratuita.
Como van las cosas -y aunque una de tus abuelas se oponga- te escogeré el nombre el día en que nazcas, cuando finalmente pueda ver tu carita. Al fin y al cabo, no puedo llamarte pulguita para siempre.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Mi embarazo, mi problema

No se qué tiene una barriga de embarazo que despierta el médico -o el metiche- que vive en cada uno de nosotros. Ver a una embarazada es para el ojo ajeno una especie de invitación a dar una opinión no solicitada. Una opinión sobre la barriga -"es muy grande, muy pequeña, demasiado puntiaguda, muy redonda"- sobre lo que debe o no comer -"ni se te ocurra comer galletas de soda después de la 4 de la tarde mija, que eso engorda un montón"- sobre que vitaminas tomar, a qué médico ir, cuando hablarle al bebé, qué curso prenatal debe hacer, qué tipo de parto debe tener y si debe o no amamantar -que en estos días hay quienes te hacen sentir que si no amamantas no eres madre.
Lo entiendo, una barriga es un asunto público. Todo el mundo la ve, es difícil esconderla y como el motivo de felicidad que es, todos quieren una parte de ella. Todos, desde la señora en la cola del banco o esa tía que nunca vez, hasta los amigos veinteañeros de tu hermano -que de embarazo no deben saber ni cómo se escribe- quieren ser partícipes de tu nueva condición.
Y entre los tópicos que más interés despiertan está indudablemente el peso. No sé por qué, tal vez es por el carácter vanidoso de los venezolanos, pero el peso de una embarazada parece ser un asunto de interés social. Seguida de "¿cómo te has sentido?" la pregunta que más me hacen -por lo menos tres veces por semana es "ay -en tono de chisme- y ¿cuánto has subido de peso?". Yo suelo decir con educación pero con la intención de dejar saber que eso es sólo problema mío, "el médico dice que estoy chévere". Y punto. ¿Desde cuándo es políticamente correcto preguntarle a una mujer -embarazada o no- sobre su peso?
Una prima, también embarazada, que decidió tener a su bebé a través de una cesárea programada, me contó hace poco que estaba cansada de tener que explicar por qué ella había tomado esa decisión. Es decir, una cosa es que su mamá le pregunte sus razones, y otra cosa es que la vecina trate de convencerla de que un parto natural es lo mejor. ¿Lo mejor para quién? ¿Para ella o para la vecina?
Y es que en esto del embarazo no hay mejores ni peores opciones sino elecciones que se adaptan o no a nuestra realidad y necesidades. Quién mejor que mi prima y su médico para saber lo que más le conviene a ella. Quién más que yo y mi médico para vigilar mi peso. Agradezco genuinamente el interés, pero una cosa es preocuparse por mi salud, y otra muy distinta es que los otros maten el ocio husmeando sobre  embarazo.
La lactancia, por supuesto, es otro tema sobre el que todos quieren opinar. Una amiga me contó que cuando ella dio a luz, las visitas en la clínica lo primero que le preguntaban era "¿y ya amamantaste?". Al menos que la pregunta venga de una educadora en lactancia o de un familiar cercano -y hago énfasis en cercano- ese no debería ser tema de conversación de visitas. A menos claro, que a mi amiga le hubiese nacido hablar espontáneamente del asunto. Cuando la respuesta a la interrogante es negativa inmediatamente vienen los reclamos: "pero ¿por qué?, ¿cómo se te ocurre?, si no le das pecho va tener un millón de alergias -a mi me dieron pecho hasta los nueve meses y más alérgica no puedo ser- va a crecer desnutrido, la conexión con tu bebé no va a ser la misma, y un montón de horrores más. No me malinterpreten, soy 100 por ciento pro lactancia y desde ya estoy leyendo y tomando cuanta charla existe sobre el tema, pero de querer promover un hábito sano a crear terror hay un gran trecho.
Yo creo que sería mejor si los curiosos bienintencionados del mundo le dejan ese tipo de temas a los expertos y se concentran en comentarios más banales y menos invasivos tipo "qué linda te ves", "¿cómo se va a llamar?", "¿cuántas semanas tienes?". Al menos creo que nos quitarían un peso de encima -y consideremos que ya llevamos literalmente un gran peso- a las embarazadas.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Mamá fiera

Recientemente una amiga me comentó que ella había entendido lo que era en realidad el miedo después de que se convirtió en madre. Antes, decía ella, no prestaba mucha atención a qué hora llegaba a su casa, en qué zonas andaba o si su vida podía estar en peligro o no. Ella misma, también me confesó después, que había aprendido a amarrarse las trenzas de los zapatos con una sola mano para cuando tuviese que enseñarle a su hija, quien nació sin una manito, cómo hacerlo.
Creo que comienzo a entender de qué hablaba mi amiga: de proteger a su hija a como diese lugar.
Esta semana me enteré de que una vacuna que necesito que me pongan durante el embarazo está agotada. La susodicha vacuna se le coloca a las mujeres que son tipo de sangre Rh negativo para que en caso de que tengan un bebé con sangre positiva no desarrollen una sensibilidad que les comprometa futuros embarazos. Después de buscar hasta debajo de la última roca -incluidos un hospital en los Valles del Tuy y varias llamadas a Maracaibo, Valle de La Pascua, Canadá, Estados Unidos y México- y ante el temor de no poder conseguirla entré en una especie de crisis histérica. No podía explicarle a nadie a mi alrededor -incluido mi esposo- que no podía tranquilizarme, que sus mensajes de optimismo tipo "tranquila que todo se resuelve" no me sabían a nada, me sonaban vacíos, no me daban consuelo; que yo lo único que quería era mi vacuna y la promesa escrita de que ni a mi, ni a esta bebé, ni a los próximos bebés que quiera o pueda tener, nos iba a pasar absolutamente nada.
La única persona que entendió quizás aún mejor que yo la desesperación que sentía fue, obviamente, mi mamá. Y es que ahora es que le encuentro sentido a esa famosa frase que dice "lo entenderás cuando seas madre". Es así. Sólo otra madre hubiese podido entender a mi peluquera, quien se puso como un demonio cuando descubrió que una vecina había insultado repetidamente a su hijo de ocho años porque éste no había hecho la cola para montarse en el ascensor. Todo esto me recuerda a esa leyenda urbana de la madre que sostuvo el peso de un carro con sus dos manos para sacar a su hijo que estaba atrapado.
Aunque podría argumentarse que técnicamente todavía no soy madre, desde el momento en que me enteré que estaba embarazada comencé a sentir un pánico como nunca antes. ¿Y qué si le pasa algo? ¿Y qué si no hay nada que pueda hacer para ayudarla? ¿Qué pasa si simplemente, por más que trate no puedo protegerla?
Entiendo, entonces, perfectamente a mi amiga, a mi madre, a la peluquera, a la señora del carro y a todas las otras madres que hacen lo impensable y lo imposible, que sacan fuerzas de dónde no existen, y que se enfrentan a enemigos mortales -llámense pobreza, enfermedad, delincuencia- para proteger a sus hijos. Tal como una gata o una tigra que ofrece un zarpazo a quien intenta separarla de su cría, ser madre es de cierto modo, ser una fiera.

martes, 15 de noviembre de 2011

Conociéndote

Sé que eres mi primer bebé, que mides más o menos 20 centímetros -esto según la última visita al obstetra-, que eres una niña y que ya tienes manos, pies, ojos, nariz, boca -y recientemente- oídos.
Sé que no tienes nombre, no porque no te merezcas uno, sino porque tu papá y yo hemos sido demasiado flojos, demasiado indecisos, o demasiado miedosos como para ponerte uno.
Sé que, por ahora, no te gusta la lechuga -eso me lo dejaste bastante claro durante los primeros cuatro meses, cuando las nauseas y los vómitos apenas me dejaban funcionar normalmente- y que te fascinan las frutas. Cuanto más ácidas mejor.
Sé que te da fatiga a la media noche y que si no me como por lo menos una galletica de soda, somos yo y mi estómago los que pagamos las consecuencias.
Sé que cuando te da hambre me lo haces saber con nauseas, que te levantas con un apetito voraz, que te gusta que caminemos en el parque todas las mañanas y que cuando más te mueves es a media mañana, a eso de las 11, y a media tarde, a eso de las 3 (justo ahorita te estás moviendo).
Sé que te gusta la música de baby Bach. No sé cómo, pero lo sé -eso que llaman intuición de madre- y que cuando papá le habla directo a la barriga tu empiezas a moverte como con ganas de salir corriendo (todavía no pequeña).
Sé que no te gusta cuando lloro. Esto tampoco sé cómo lo sé -que súper valga la redundancia- pero lo sé. Tal vez es porque cuando lloro siento una presión en el estómago, parecida a ese nudo que algunas personas dicen sentir en la garganta cuando están tristes. Cuando río en cambio, comienzas a moverte, como un gusanito, con ganas de unirte al bochinche que tenemos acá fuera.
Todavía no sé muchas cosas de ti...
No sé si te parecerás a mí o a papá o a algún otro miembro de la familia. Aunque estoy convencida, por los ecos que te han hecho, que eres exacta a mi, la verdad es que  probablemente esta idea sea más producto del deseo que de la realidad.
No sé a qué hora tendrás hambre. Aunque al principio -muy probablemente- comerás a toda hora... Ok, exagero, cada dos o tres horas.
No sé si te gustarán las muñecas, o si serás tan torpe sobre una bicicleta como tu madre. Cuál película de Disney será tu favorita, si querrás que te lea un cuento por las noches, si te gustará el rosado o si te pareceré divertida, interesante, o muy por el contrario, aburrida.
Aunque es más lo que no sé de ti, sé con férrea certeza que ahora la vida -al menos la mía- se resume en 20 centímetros de felicidad. Felicidad absoluta.