lunes, 21 de mayo de 2012

Casi tres meses en casa


Alana se mira las manos embelesada, como descubriendo un tesoro cautivador que, sabe, nunca la va a abandonar. Se mira la izquierda y llevarsela a la cara, justo enfrente de los ojos, requiere toda su concentración. Luego se mira la derecha y la abre y la cierra, la abre y la cierra. Parece casi mentira que ya tiene casi tres meses  en casa. 
Alana es serena pero observadora y si uno la interrumpe o la agarra desprevenida lanza un chillido que asusta. Es observadora y sus ojos, grandes y achinados (como los de su madre), son su mayor fuente de distracción. Aunque al principio la hacía llorar, ahora le gusta pasar horas en la mesa de cambiar, mirando en el techo las haditas del móvil que Pulgapapá y yo le hicimos. 
Alana escudriña mi rostro mientras yo la cambio e intenta hablar con desespero "giiiii, giii". ¿Qué estará diciéndome? Ese es uno de nuestros momentos. Yo le invento canciones, le hago masajes, le estiro sus brazos y piernas, le hablo a su barriga, y algunas veces llamo su atención con una maraquita o algún otro juguete. Ella, mientras esboza una media sonrisa; así como la de la Mona Lisa. La Monalana la he bautizado yo. 
Alana es seria. A pesar de todos mis intentos por hacerla reír, ayer fue que finalmente soltó su primera sonrisa. En lugar  de reír, ella prefiere fruncir el ceño cada vez que intenta descifrar algo o se encuentra ante una situación que no la convence. 
Como la bebe que es, a Alana no le gusta su cuna. O al menos no le gusta todo el tiempo.  En las noches duerme allí, claro, pero hay que pasarla una vez que esta profunda porque si no se despierta. Por lo general se queda dormida después de que la amamanto, con una mano sobre mi pecho, y su mejilla recostada en mi piel (sencillamente adorable). 
En sus ratos libres, es decir, cuando no está durmiendo ni comiendo, a Alana le gusta mirar el canal de bebés. Se queda lela por minutos y se dibuja en su cara una expresión de calma. Le gusta mirar la tele mientras yo la tengo en brazos y nos balanceamos en el mecedor. El movimiento la calma y así puede pasar hasta 15 minutos. 
Le gusta también dar paseos por la casa, o por el jardín, y aún más por el parque o por algún lugar público. Y es que curiosamente el gentío y el bullicio la tranquiliza. Cada vez que hay una reunión en la casa o que vamos de visita a algún lado ella se queda serena examinándolo todo y con cara de "¿qué estará pasando?"
Alana es tranquila pero fuerte (de carácter y físicamente). Cuando le hago algo que le molesta (tipo cortarle las uñas o colocarle gotas en la nariz), bate sus pequeños bracitos hasta lograr que quite las manos de enfrente de su cara. Cuando la abrazo fuerte, en cambio, se calma de inmediato y comienza a frotar su cara sobre mi blusa (algo que suele hacer Pulgapapá con la almohada cuando duerme) como buscando el acomodo perfecto. 
Al contrario de muchos bebés, a Alana no le gusta su bouncer. La siento en él y a los cinco minutos está llorando de fastidio. Algo parecido pasa con el baby gym. A pesar de que se queda allí un buen rato, no pone su cara de placer absoluto. Pero cuando le muestro su muñeca Emily (una muñeca de trapo muy colorida) se queda absolutamente fascinada. Lo mismo ocurre con una ballena blanca y negra y con la pandereta multicolor y con sonido que le regaló mi hermano. 
Tal como su madre, a Alana le gusta la noche. En la mañana duerme interminables horas, pero de 6 a 11 pm está con los ojos pelados y dócil. Esa es la hora en la que Pulgapapá comparte con ella, la baña, le canta canciones, la pasea y le toma fotos. Muchas fotos. 
Alana es divina y hermosa y cada día que pasa descubro en ella algo nuevo que me maravilla aún más. 

viernes, 27 de abril de 2012

Carla, Alana y la Teta: Los Inicios





















Antes de que Alana naciera mi mamá me contó un día lo fácil que había sido para ella la lactancia materna. Cosa de bajarse el sostén y acercarme a su pecho. "Igualito a Brooke Shields en la laguna azul", había dicho. En un tiempo en el que la lactancia no gozaba de la legitimidad que le corresponde y en la que el tetero era el mejor amigo de las madres, ella me dio leche materna exclusiva hasta los seis meses. Era lo que su mama había hecho con sus seis hijos y ella nunca se planteó otra alternativa.                
Desafortunadamente o no -a veces las dificultades nos hacen mas fuertes- mi experiencia con la lactancia materna no ha sido idílica como en la Laguna Azul o tan fácil como la de mi madre y algunas amigas.
Desde que quedé embaraza me planteé que amamantaría a la pulga, por las razones de salud y emocionales obvias (la cantidad de anticuerpos que contiene y por como te permite trabajar el vinculo con tu bebé) pero también porque me daba ilusión la idea de seguir una tradición familiar. Mi abuela lo hizo, mi madre lo hizo y ahora yo lo haría.                                                 
Desconfiando de la simplicidad que prometía mi madre me dije que más valía que me preparara para cualquier escenario. Y eso hice. Busque información en internet, releí varias veces el capitulo dedicado al tema en Que esperar cuando se esta esperando, hice un curso prenatal, asistí a una reunión de la Liga La Leche y me aseguré de contratar a una facilitadora de parto -el ángel- y a una consultora de lactancia que me ayudarían mientras estuviese en la clínica. Así que la primera vez que tuve a la pulga en mis brazos estaba todo lo preparada que se podía estar.
El ángel me ayudo en todo ese primer día y en la tarde ya estaba alimentando a la pulga con relativa facilidad. Sin embargo, al día siguiente, cuando la consultora llegó, la historia había cambiado. En la noche había sido difícil que permaneciera pegada mas de uno o dos minutos y comenzaba a dolerme. La consultora, me enseñó como colocarme a la bebe correctamente y me dijo que si la bebe tenia una posición adecuada no debía doler.
Me fui de la clínica optimista pensando que tenia las herramientas para defenderme exitosamente sola. No obstante, cuando llegué a la casa me encontré con nuevos obstáculos. El dolor había aumentado, costaba tanto despertarla q me podía tomar una hora, y al colocármela en el pecho se desesperaba, daba cabezazos, agitaba las manos y lloraba histéricamente. 
Al cuarto día llame a la consultora, concerté una cita y fuimos. Me ayudó a que se pegara correctamente y me dio ánimo para seguir adelante. Salí de allí energizada y feliz y por dos días todo fue estupendo hasta que al tercero me reventó una fiebre de 40. Tenía mastitis (inflamación de la glándula mamaria). El médico me mandó un antibiótico y la consultora me sugirió que no dejara de amamantar, que al contrario, que le diera de comer a la bebe con más frecuencia pues necesitaba tener los senos bien drenados. 
Por una semana tuve una fiebre tan alta que me hacia delirar. Cada vez que la bebé se despertaba de madrugada juraba que ese sería el día en que le daría su tetero de fórmula (de hecho la compré y todavía la tengo guardada en un armario sólo "porsia"). Con tal, mi abuela paterna crió a mi padre y a sus cinco hermanos con leche de vaca y todos son sanos, fuertes y ninguno sufre de alergias (al contrario de mi madre y yo). Para ir aún más lejos, mi consultora de lactancia también hizo lo mismo (¿Isn’t that ironic?)¿Qué importaba darle un par de teteros para yo poder descansar? 
A pesar de que darle la fórmula no hubiese tenido nada de malo ni reprochable,  no lo hice. Sabía que sería como cuando uno se sale de la dieta para comerse un pedacito de chocolate. Luego son unas galleticas, luego es un postrecito, luego es un heladito en la 4-D. Cuando nos venimos a dar cuenta la dieta es cosa del pasado. Pensé que así sería con la lactancia. Si lo dejaba un día, al siguiente seria aún más fácil seguirle dando fórmula y así sucesivamente.  
Y aunque no creo que la fórmula tenga nada de malo, simplemente no era y no es lo que quiero para la pulga. Punto. Yo quería -y quiero- dar pecho exclusivo hasta los seis meses (no sé si lo logre, por los momentos me lo planteo mes a mes), y se ha convertido casi que en un tema de honor. Mi mejor amiga me dice “tú sí que eres buena madre, yo le hubiese dado el tetero hace años”. Pero no creo que sea mejor o peor madre porque darle o no pecho, inclusive a veces siento que lo hago mas por mí que por ella. Me fijé una meta y quiero lograrla.
Después de superada una segunda mastitis y otros retos como los saltos de crecimiento en los que come hasta por ocho o diez horas seguidas -sí, seguidas, solo paro para ir al baño y comer algo- o el hecho de que prácticamente estoy amamantando con un solo seno -ya hablaré de esto mas adelante- sigo con la lactancia.
Entonces, ¿qué me mantiene haciéndolo? Bueno, hay varias razones pero estas son las mas importantes:
1. Mi orgullo propio. Puede sonar egoísta pero no contarlo como un factor, sería deshonesto de mi parte. No quiero sentir que lo abandoné sólo por que me encontré con algunas piedras en el camino. 2. A estas alturas ya está comprobado y súper comprobado que es el mejor alimento que existe para el bebe y que tiene anticuerpos que lo protegen. Pulgapapá y yo somos alérgicos y asmáticos así que no quiero correr riesgos innecesarios. 3. La cara de placer y felicidad de la pulga cuando está pegada al pecho es indescriptible. Es como si el mundo empezara y terminara en esa teta (y muy probablemente sea así). Yo le he dado teteros con mi leche en ciertas ocasiones, y no le he visto esa cara. ¿Y qué son un par de mastitis, unas noches de llantos, y horas de horas en la silla de amamantar al lado de ver a mi hija rebosante de felicidad?.... 

martes, 17 de abril de 2012

Promesa de amor para una pulga adorada



Esta es una carta que le escribí a la pulga tres días antes de su llegada. Aquí la comparto: 

 Mi pulga adorada,

Hoy, a tan sólo días de tu llegada, te escribo para hacerte una promesa.

Parece mentira que hayan pasado nueve meses. Mientras escribo, te siento mover –a veces son tus piecitos del lado derecho de mi barriga, otras veces es una rodilla o tu cabeza en lo más bajo de mi vientre- y recuerdo el día en que papá y yo nos enteramos de tu existencia.

Estaba en el piso 18 del rascacielos neoyorquino donde trabajaba en ese entonces, encerrada en el baño, sosteniendo un palito electrónico que en su pantalla mostraba la palabra “pregnant”. Ese día llegaba a los 31 y tu te convertías en mi feliz cumpleaños.

Dos semanas después, te vi por primera vez en la ecografía y lloré de miedo. Eras una rayita milimétrica y no sabía si iba a poder protegerte. ¿Estarías bien? ¿Y  qué si me caía y te aplastaba? ¿O si hacía algo, cualquier cosa, que amenazara tu vida?

Papá sostuvo mi mano mientras el médico decía “¿Escuchan? Ese es el corazón”. Latía fuerte y acelerado y papá te bautizó “Pulguita Corazón de León”. Dijo que nadie cuyo corazón latiera tan fuerte y con tanta energía podía correr peligro. Yo le creí.

Aunque todos los libros insistían en que era muy pronto para que pudieras escucharnos –todavía no se te habían formado tus orejas– papá te hablaba todas las mañanas convencido de que podías sentirlo. Te decía que te quería, te contaba sobre el mundo, el amor y todas las cosas importantes y te cantaba en inglés una canción sobre una niña que se parecía a una pequeña flor amarilla. “My Little buttercup…”, decía la letra.


En aquellos días, sin vientre todavía visible y sin sentirte mover, el embarazo era más bien como un sueño. Parecía real, pero por más que intentaba, no podía alcanzarlo.

Cuando te sentí por primera vez –allá, por el segundo trimestre– todo cambió. Nada prueba que uno está embarazada como los movimientos del bebé. Ni los malestares, ni las ecografías, ni siquiera los latidos del corazón. Fue cuando sentí ese primer aletazo de mariposa, parecido a los síntomas de un enamoramiento, que entendí con todo mi ser que en mí había otra vida.

Han sido meses de soñarte, imaginarte, recrearte, pensarte. ¿Te parecerás a mí o a papá? ¿Te gustará el rosado? ¿Jugarás con muñecas? ¿Cuál será tu princesa de Disney favorita? ¿Querrás que te lea por las noches? ¿Serás de risa fácil, o más bien de mal carácter? ¿Me encontrarás divertida o seré para ti una vieja aburrida sin remedio? ¿Llegarás algún día a  amarme tanto como yo a ti?

Aunque son más las preguntas sin respuestas, lo que se de ti es suficiente: mides 50 centímetros, pesas 3 kilos y 300 gramos, tienes poco pelo –eso dijo el doctor– , el fémur largo, la cabeza grande y los dedos de las manos flacos. Se que eres una niña y se, antes que nada, que eres inevitablemente mía. Más mía que cualquier cosa que haya tenido antes.

Por eso mi pulga, voy a hacerte una promesa. Una promesa de amor.

Quiero prometerte que te amaré todos los días de mi vida. Te amaré cuando llores. Te amaré cuando no me dejes dormir por las noches. Te amaré aún cuando, a punta de hambre, destroces mis pezones. Te amaré cuando el agotamiento no me permita quererte. Te amaré cuando me de cuenta de que ya no queda nada de mi vida de antes, pues desde tu llegada no hay espacio de mi ser que no te pertenezca.

Pulga, prometo amarte aún cuando no te parezcas a nada de lo que había imaginado. Te amaré cuando armes rabietas. Te amaré cuando saques malas notas en el colegio. Prometo amarte cuando seas una adolescente insoportable. Te amaré cuando me lleves la contraria. Te amaré cuando no pueda entenderte. Te amaré aún cuando me odies. Te amaré aún más cuando te odie.

Prometo amarte siempre, mi pulga adorada, porque desde aquel día, en el baño de ese rascacielos en Nueva York, ya no sé hacer otra cosa.

Con amor,

Tu madre 

martes, 10 de abril de 2012

Y llegó la pulga. Última Parte (De desvelos, pupú y una ansiedad incesante)

Ya desde el día en que nació la pulga, el ángel nos había sugerido a Pulgapapá y a mí que en lugar de mandarla al retén durante la noche nos la quedáramos en el cuarto. Creí que nos lo decía para que empezáramos a trabajar el vínculo madre-padre-hija pero después de la primera noche entendí que el motivo era mucho más pragmático.
Decidimos entonces hacerle caso a medias. Tanta gente nos decía "aprovechen en la clínica que tienen ayuda para descansar" que sucumbimos a la tentación. Pasada las 9 pm, luego de que se fueran todos, comenzamos el proceso de despertar a la Pulga, alimentarla, cambiarla, y a las 11 llamamos al retén para que se la llevaran y nos la trajeran a las 3 a.m. para volverle a dar de comer. 
A esa hora de la madrugada tuvimos nuestro primer tropiezo con el pupú cuando se le hizo a Pulgapapá en la mano. Afortunadamente, el ángel le había enseñado a Pulgapapá a cambiarla y mientras ella llenaba todo de pupú no pudimos sino morirnos de la risa a la vez que yo trataba de calmar su llanto (desde que nació la Pulga llora a gañote suelto cuando la cambian) con la canción que le cantaba cuando estaba en la barriga. 
Luego le día de comer, y si mi memoria no me engaña, costó un rato y algunas lágrimas (de ella y mías) para que se pegara al pecho. A las 5 a.m. se la llevaron nuevamente al retén y casi a las 9 a.m., después de varias llamadas, la regresaron. Me enteré de que a pesar de que había  comido, en el retén le habían dado fórmula, y después de insultarlos por no respetar mis deseos, decidí que a partir de ese momento y por los dos días que me quedaban en la clínica, mi hija estaría todo el tiempo con nosotros. 
Ese día cuando llegó el ángel al cuarto, a eso de las 7 am, me encontró semi bañada en llantos. Le conté el episodio del pupú, que me costó para despertarla, que no se quería pegar al pecho y que en general había sido una noche intensa y me dijo "es mejor que todo esto les pase por primera vez aquí que tienen ayuda que en la casa donde están solitos". 
Así, las noches que siguieron fueron más fáciles que la primera y tal como dijo el ángel cuando llegamos a la casa ya sabíamos a qué enfrentarnos: tres despertadas en el medio de la noche, una pelea continua de Alana con mi teta (de esto hablaré mucho más en un próximo post), mucho pupú, en especial mientras la cambiábamos o justo después de que estuviera lista, y en general una ansiedad casi perenne producto de un cuestionamiento incesante. "¿Habrá comido suficiente?", "¿tendrá mucho frío o mucho calor?", "¿por qué estará llorando?".
Los primeros obstáculos son más sencillos de evadir. Los trasnochos eventualmente disminuyen hasta casi desaparecer, dar pecho deja de ser una batalla y uno aprende a cambiar los pañales y a nunca pararse al frente del rabo del bebé (lo más probable es que recibas un baño de pupú). El cuestionamiento es otro asunto. La ansiedad por saber si estamos haciendo lo correcto, presiento yo, y dicen todas las madres que conozco, nunca desaparece.

martes, 27 de marzo de 2012

Y llegó la pulga. Parte II (Las primeras horas)

Quizás fue por el efecto de la anestesia, o la emoción, o ambos, pero casi no recuerdo las horas inmediatamente después a la cesárea. Las imágenes vienen a mi cabeza más bien como una película vista medio dormida que como recuerdos fidedignos de un día trascendental.
Recuerdo que me pasaron a recuperación. Según dice mi madre estuve allí hora y media o un poco más. Yo sin embargo lo que recuerdo son como 5 minutos. Recuerdo que mi ángel estaba conmigo, que tenía a la pulga pegada al pecho y que intentábamos iniciar la lactancia materna. Recuerdo estar embebida y pensar una y otra vez, "este bollito envuelto con gasas y cobijas blancas (o eran azules?), y todavía con restos de sustancias intrauterinas pegadas al cuerpo, es mi hija, MI-HI-JA!"
Mi madre luego me contó que afuera en el pasillo ella, mi padre, mi hermano, mis suegros y algunos otros familiares esperaban ansiosos la salida de la pulga pero le habían dicho que seguía en recuperación conmigo y que yo no la quería dejar ir (esto no lo recuerdo, pero si ella lo dice debe ser verdad). Me contó también que cuando Pulgapapá salió de Sala de Partos tenía lágrimas en los ojos. Me contó que abrazó a su padre bañado en llanto. Me contó que cada vez que veían salir a un niño corrían para ver si era la pulga (ese día nacieron en esa clínica 22 bebés) y que cuando finalmente salió todos repararon en la cantidad de pelo que tenía y en que se parecía a mi.
Serían las 12:30 o tal vez casi la 1 p.m. cuando me dejaron salir de recuperación. Me llevaron al cuarto y con la ayuda del camillero me pasaron a la cama. Entre mi mamá y mi prima y alguna enfermera ayudaron a vestirme. Me ordenaron que no podía levantarme hasta que comiera y que no podía comer hasta las 4 p.m. En ese rato entre que llegué al cuarto y esperábamos a la pulga no recuerdo qué hicimos o qué hablamos. Creo que todos me decían que no hablara para que no me llenara de gases.
Después de un par de horas trajeron a la pulga, estaba dormida y vestida como una princesa (modestia aparte). Le había dado yo a mi prima un sobre con la primera muda, un suetercito tejido blanco y amarillo (dicen que por suerte el primer día hay que vestir al bebé de amarillo) que le mandé a hacer con una portuguesa que teje preciosuras, un pantaloncito tejido blanco, escarpines y manoplas a juego y una faldón blanco con sendos lazos amarillos que yo y mi incondicional prima habíamos hecho (más ella que yo, en realidad). Recuerdo que quería sacarla de la cuna pero tan dormidita estaba que decidí esperar hasta que pidiera comida.
No recuerdo quién comió primero, si ella o yo, pero sé que yo comí un pollo divino con fideos que le mandé a comprar a mi hermano fuera de la clínica porque la hora de la comida ya había pasado y sólo me habían traído un sandwich. La pulga, obviamente comió pecho. Ya había decidido darle un chance a la lactancia materna exclusiva antes de intentar con fórmula y mi ángel, que además es consultora de lactancia, llegó para ayudar a pegármela. Comió unos minutos y cayó rendida de nuevo.
Vino a visitarme mucha gente, familiares y amigos, pero una vez más no puedo recordar con precisión qué cosas hablamos o cuánto tiempo estuvieron. Sé que a las 7 p.m. cuando decidí que quería pararme y caminar todo el pasillo (no la mejor de las ideas) estaban alrededor de cinco o seis de mis amigos. Salí del cuarto con Pulgapapá, que me llevaba del brazo, y volví a los veinte minutos en silla de rueda. Resulta que se me bajó la tensión y hubo que pedir ayuda a la mitad del camino.
A eso de las 8 pasadas, terminaron de irse todas las visitas. Serían las 9 cuando en el cuarto sólo quedamos tres: Pulgapapá, la pulga y yo. Recuerdo que en ese preciso momento sentí mucho miedo. Nosotros dos solos y nuestra bebé... Lo pensaba y me resultaba increíble. Nosotros dos y la bebé. Habíamos dejado de ser una pareja y nos habíamos convertido en una familia.

sábado, 10 de marzo de 2012

Y llegó la pulga. Parte I

La pulga, o mejor dicho Alana (sí, no fue el ganador en la encuesta pero sí en mi corazón) llegó a este mundo el 1 de marzo a las 10:01 a.m. Pesó 3,563 y midió 50 cm y nació con un montón de pelo. Pulgapapá lo primero que dijo cuando la vio fue "es muy peludita".
Nació por cesárea. No fue para nada lo que soñé pero terminó siendo igualmente increíble y alucinante. Una semana y algo antes de su llegada me dieron la noticia de que según la pelvimetría la cabeza de la pulga era muy grande para el ancho de mi pelvis. "La desproporción es muy grande y forzar un parto natural es muy arriesgado" dijo el médico. Me sentí triste, decepcionada, lloré, anduve con la cara larga y actitud de derrotada hasta que entendí que estaba pasando por alto lo verdaderamente importante: que mi niña naciera sana, independientemente de si descendía por el canal natural o si la sacaban de mi panza.
Si ya no iba a poder parir entonces para qué iba a entrar en trabajo de parto, me dije, y después de pensarlo mucho jugué a ser Dios y escogí una fecha para ella. Sí, la idea no me encantó pero algo me decía que era más seguro programar una cesárea que tener que apurar una tal vez a horas de la madrugada. Aparte a esa hora no trabajaba la facilitadora de parto (una doula o como yo la llamé mi ángel personal). Así que escogí el 1 porque yo nací un primero y porque ese día cumplía las 39 semanas y 4 días, y dicen que el mejor momento para que un bebé nazca es entre la semana 39 y la 40.
Llegué a la clínica a las 7:30 con dos maletas (soy una exagerada pero como dice una prima, este es el único viaje en el que no te cobrarán sobrepeso), me dirigí al cuarto que me habían asignado, vacié las maletas, tendí la cama, saqué la primera ropa de la bebé y esperé a que fueran las 9 a que mi ángel personal me viniera a buscar.
Pasé entonces al área de sala de parto, me dieron la batica azul, el gorrito y mientras mi ángel me ayudaba a cambiarme una enfermera me tomó una vía. Luego mi ángel me dijo que era hora, que fuéramos a la sala de parto c, y ahí me esperaban otros uniformados de azul celeste y la anestesióloga a quién bauticé la bruja. Cuando me di cuenta que era real, que me abrirían, que en poco tiempo sería madre, rompí a llorar. La bruja dijo "ah no, en mi quirófano yo no permito llantos". Pues que se joda, pensé. Mi bebé, mi parto, mis lágrimas. Si quería llorar eso haría.
El ángel me ayudó a calmarme, me dijo que me sentara en el borde de la mesa, totalmente encorvada y me empezó a explicar qué sentiría cuando me pusieran la epidural. Estaba muy nerviosa y me costaba quedarme quieta y la bruja me dijo "quédate quieta porque esta aguja es bien grande". El ángel le dijo "no le digas eso, no vez que intento calmarla" y me dijo "tú sólo escúchame a mí, ignora todo lo demás". Preguntaba por Pulgapapá y me dijeron que entraría tan pronto yo estuviese acostada, que se estaba cambiando. El proceso de colocarme la anestesia fue rápido y no sentí nada, ni pinchazo, ni corrientazo. Nada. Una vez que estaba anestesiada me sentí como borracha. Aunque la anestesia es local, tiene secuelas en el resto de nuestro organismo. Yo me sentí borracha y me comenzó a picar todo. Como no me dejaban mover las manos, el ángel me pasaba un algodoncito por donde sentía comezón.
Finalmente llegó Pulgapapá me dijo mil veces que me amaba, que pronto veríamos a pulguita que todo saldría bien y que estaba orgulloso de mí. Llegó el doctor y empezó la función. El ángel mandó a poner música para que me concentrara en la melodía y no en los ruidos fríos y molestos de los equipos médicos. Me iba contando que hacían, y en un momento dijo "ok, vas a sentir que te apretan, que te mueven todo por dentro y luego vas a escuchar el llanto de tu bebé".
El llanto no lo escuché. Aunque lloró yo estaba tan nerviosa, o adormecida o en una especie de viaje a lo más profundo de mis emociones, que no escuché nada y pregunté "todo está bien?". Pulgapapá dijo sí y repitió lo peludita que era. Inmediatamente me la pasaron. Estaba un poco morada pero sana, cubierta todavía de la sustancia esa blanquecina y me pareció increíble que de mí hubiese salido una persona.
"Cómo se llama?", preguntó el médico que se conocía la historia de mi indecisión con el nombre. La vi de nuevo. Era demasiado dulce como para llamarse Fernanda, un nombre que me parece más bien fuerte. "Alana", dije, "se llama Alana" y lloré.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Digamos adiós



Como ya estoy en la semana 39 y dele, es probabable, muy probable, que la próxima vez que escriba aquí sea madre de una pulga preciosa. Por eso, quiero despedirme, pero no de quienes me leen, ni del blog, sino de la panza, el embarazo y lo que estos nueve meses han significado. 


Le digo adiós a la panza. Grande, redonda, divina, pesada y a veces fastidiosa. Le digo adiós. Tenerla no se compara a ninguna otra sensación conocida. Sólo quien está o ha estado embarazada puede saber lo que se siente esa panza.

Le digo adiós a los movimientos de mi pulga. A sentirla dentro de mí. A sentir su corazón. Su cabeza. Sus piecitos. Su vida. Le digo adiós a llevar una vida dentro de otra vida.

Le digo adiós al sueño divino que le da a uno cuando está embarazada. A las siestas de media mañana, a las siestas de media tarde y a poder dormir todo lo que quiera, cuando quiera.

Le digo adiós a la comedera constante. A la fruta a media mañana, la otra fruta a media tarde, a la galletita de merienda, al vaso de leche esporádico (normalmente odio la leche) y a todos los placeres gourmets que suelo permitirme. No que me vaya a poner a dieta estricta, pero no puedo seguir comiendo por dos cuando soy sólo una.

Le digo adiós a los malestares del embarazo. A las nauseas que todavía me aquejan de madrugada, a la acidez, al dolor en la pelvis y otras molestias tan desagradables que ni siquiera quiero mencionar.

Le digo adiós a la amabilidad de la gente. Al menos a la que muestran cuando ven que caminar es un esfuerzo atroz. Le digo adiós a cuando me dejan pasar primero al baño, o antes en la cola, o cuando frenan el carro por que ven que voy a cruzar la calle (en Caracas manejan como loco y la gente no suele parar en el paso de peatón. Esto sí que lo voy a extrañar.

Le digo adiós a la crema antiestrías. No que la vaya a extrañar, porque es marrón, pegajosa y huele raro, pero igual le digo adiós.

Le digo adiós a la sanganería. A pedirle a mi esposo que me busque un vaso de agua (en verdad yo puedo hacerlo) o que me ayude a pararme de la silla (también puedo hacerlo).

Le digo adiós a ser el centro de atención de todas las conversaciones familiares. A que me pregunten cada cinco minutos cómo me siento, a que todos me miren con ternura todo el tiempo, a que me den regalos constantes.

Le digo adiós a nueve meses que no se parecen a ningunos otros nueve meses que haya vivido antes.

Le digo adiós a toda la experiencia.

Le digo adiós a la bueno y a lo malo. A lo que añoraré y a lo que ni de casualidad extrañaré.

Le digo adiós a todo eso y le digo hola a lo nuevo. A lo desconocido. A mi pulga hermosa. Y al amor más grande del mundo.

Adiós.