viernes, 27 de abril de 2012

Carla, Alana y la Teta: Los Inicios





















Antes de que Alana naciera mi mamá me contó un día lo fácil que había sido para ella la lactancia materna. Cosa de bajarse el sostén y acercarme a su pecho. "Igualito a Brooke Shields en la laguna azul", había dicho. En un tiempo en el que la lactancia no gozaba de la legitimidad que le corresponde y en la que el tetero era el mejor amigo de las madres, ella me dio leche materna exclusiva hasta los seis meses. Era lo que su mama había hecho con sus seis hijos y ella nunca se planteó otra alternativa.                
Desafortunadamente o no -a veces las dificultades nos hacen mas fuertes- mi experiencia con la lactancia materna no ha sido idílica como en la Laguna Azul o tan fácil como la de mi madre y algunas amigas.
Desde que quedé embaraza me planteé que amamantaría a la pulga, por las razones de salud y emocionales obvias (la cantidad de anticuerpos que contiene y por como te permite trabajar el vinculo con tu bebé) pero también porque me daba ilusión la idea de seguir una tradición familiar. Mi abuela lo hizo, mi madre lo hizo y ahora yo lo haría.                                                 
Desconfiando de la simplicidad que prometía mi madre me dije que más valía que me preparara para cualquier escenario. Y eso hice. Busque información en internet, releí varias veces el capitulo dedicado al tema en Que esperar cuando se esta esperando, hice un curso prenatal, asistí a una reunión de la Liga La Leche y me aseguré de contratar a una facilitadora de parto -el ángel- y a una consultora de lactancia que me ayudarían mientras estuviese en la clínica. Así que la primera vez que tuve a la pulga en mis brazos estaba todo lo preparada que se podía estar.
El ángel me ayudo en todo ese primer día y en la tarde ya estaba alimentando a la pulga con relativa facilidad. Sin embargo, al día siguiente, cuando la consultora llegó, la historia había cambiado. En la noche había sido difícil que permaneciera pegada mas de uno o dos minutos y comenzaba a dolerme. La consultora, me enseñó como colocarme a la bebe correctamente y me dijo que si la bebe tenia una posición adecuada no debía doler.
Me fui de la clínica optimista pensando que tenia las herramientas para defenderme exitosamente sola. No obstante, cuando llegué a la casa me encontré con nuevos obstáculos. El dolor había aumentado, costaba tanto despertarla q me podía tomar una hora, y al colocármela en el pecho se desesperaba, daba cabezazos, agitaba las manos y lloraba histéricamente. 
Al cuarto día llame a la consultora, concerté una cita y fuimos. Me ayudó a que se pegara correctamente y me dio ánimo para seguir adelante. Salí de allí energizada y feliz y por dos días todo fue estupendo hasta que al tercero me reventó una fiebre de 40. Tenía mastitis (inflamación de la glándula mamaria). El médico me mandó un antibiótico y la consultora me sugirió que no dejara de amamantar, que al contrario, que le diera de comer a la bebe con más frecuencia pues necesitaba tener los senos bien drenados. 
Por una semana tuve una fiebre tan alta que me hacia delirar. Cada vez que la bebé se despertaba de madrugada juraba que ese sería el día en que le daría su tetero de fórmula (de hecho la compré y todavía la tengo guardada en un armario sólo "porsia"). Con tal, mi abuela paterna crió a mi padre y a sus cinco hermanos con leche de vaca y todos son sanos, fuertes y ninguno sufre de alergias (al contrario de mi madre y yo). Para ir aún más lejos, mi consultora de lactancia también hizo lo mismo (¿Isn’t that ironic?)¿Qué importaba darle un par de teteros para yo poder descansar? 
A pesar de que darle la fórmula no hubiese tenido nada de malo ni reprochable,  no lo hice. Sabía que sería como cuando uno se sale de la dieta para comerse un pedacito de chocolate. Luego son unas galleticas, luego es un postrecito, luego es un heladito en la 4-D. Cuando nos venimos a dar cuenta la dieta es cosa del pasado. Pensé que así sería con la lactancia. Si lo dejaba un día, al siguiente seria aún más fácil seguirle dando fórmula y así sucesivamente.  
Y aunque no creo que la fórmula tenga nada de malo, simplemente no era y no es lo que quiero para la pulga. Punto. Yo quería -y quiero- dar pecho exclusivo hasta los seis meses (no sé si lo logre, por los momentos me lo planteo mes a mes), y se ha convertido casi que en un tema de honor. Mi mejor amiga me dice “tú sí que eres buena madre, yo le hubiese dado el tetero hace años”. Pero no creo que sea mejor o peor madre porque darle o no pecho, inclusive a veces siento que lo hago mas por mí que por ella. Me fijé una meta y quiero lograrla.
Después de superada una segunda mastitis y otros retos como los saltos de crecimiento en los que come hasta por ocho o diez horas seguidas -sí, seguidas, solo paro para ir al baño y comer algo- o el hecho de que prácticamente estoy amamantando con un solo seno -ya hablaré de esto mas adelante- sigo con la lactancia.
Entonces, ¿qué me mantiene haciéndolo? Bueno, hay varias razones pero estas son las mas importantes:
1. Mi orgullo propio. Puede sonar egoísta pero no contarlo como un factor, sería deshonesto de mi parte. No quiero sentir que lo abandoné sólo por que me encontré con algunas piedras en el camino. 2. A estas alturas ya está comprobado y súper comprobado que es el mejor alimento que existe para el bebe y que tiene anticuerpos que lo protegen. Pulgapapá y yo somos alérgicos y asmáticos así que no quiero correr riesgos innecesarios. 3. La cara de placer y felicidad de la pulga cuando está pegada al pecho es indescriptible. Es como si el mundo empezara y terminara en esa teta (y muy probablemente sea así). Yo le he dado teteros con mi leche en ciertas ocasiones, y no le he visto esa cara. ¿Y qué son un par de mastitis, unas noches de llantos, y horas de horas en la silla de amamantar al lado de ver a mi hija rebosante de felicidad?.... 

martes, 17 de abril de 2012

Promesa de amor para una pulga adorada



Esta es una carta que le escribí a la pulga tres días antes de su llegada. Aquí la comparto: 

 Mi pulga adorada,

Hoy, a tan sólo días de tu llegada, te escribo para hacerte una promesa.

Parece mentira que hayan pasado nueve meses. Mientras escribo, te siento mover –a veces son tus piecitos del lado derecho de mi barriga, otras veces es una rodilla o tu cabeza en lo más bajo de mi vientre- y recuerdo el día en que papá y yo nos enteramos de tu existencia.

Estaba en el piso 18 del rascacielos neoyorquino donde trabajaba en ese entonces, encerrada en el baño, sosteniendo un palito electrónico que en su pantalla mostraba la palabra “pregnant”. Ese día llegaba a los 31 y tu te convertías en mi feliz cumpleaños.

Dos semanas después, te vi por primera vez en la ecografía y lloré de miedo. Eras una rayita milimétrica y no sabía si iba a poder protegerte. ¿Estarías bien? ¿Y  qué si me caía y te aplastaba? ¿O si hacía algo, cualquier cosa, que amenazara tu vida?

Papá sostuvo mi mano mientras el médico decía “¿Escuchan? Ese es el corazón”. Latía fuerte y acelerado y papá te bautizó “Pulguita Corazón de León”. Dijo que nadie cuyo corazón latiera tan fuerte y con tanta energía podía correr peligro. Yo le creí.

Aunque todos los libros insistían en que era muy pronto para que pudieras escucharnos –todavía no se te habían formado tus orejas– papá te hablaba todas las mañanas convencido de que podías sentirlo. Te decía que te quería, te contaba sobre el mundo, el amor y todas las cosas importantes y te cantaba en inglés una canción sobre una niña que se parecía a una pequeña flor amarilla. “My Little buttercup…”, decía la letra.


En aquellos días, sin vientre todavía visible y sin sentirte mover, el embarazo era más bien como un sueño. Parecía real, pero por más que intentaba, no podía alcanzarlo.

Cuando te sentí por primera vez –allá, por el segundo trimestre– todo cambió. Nada prueba que uno está embarazada como los movimientos del bebé. Ni los malestares, ni las ecografías, ni siquiera los latidos del corazón. Fue cuando sentí ese primer aletazo de mariposa, parecido a los síntomas de un enamoramiento, que entendí con todo mi ser que en mí había otra vida.

Han sido meses de soñarte, imaginarte, recrearte, pensarte. ¿Te parecerás a mí o a papá? ¿Te gustará el rosado? ¿Jugarás con muñecas? ¿Cuál será tu princesa de Disney favorita? ¿Querrás que te lea por las noches? ¿Serás de risa fácil, o más bien de mal carácter? ¿Me encontrarás divertida o seré para ti una vieja aburrida sin remedio? ¿Llegarás algún día a  amarme tanto como yo a ti?

Aunque son más las preguntas sin respuestas, lo que se de ti es suficiente: mides 50 centímetros, pesas 3 kilos y 300 gramos, tienes poco pelo –eso dijo el doctor– , el fémur largo, la cabeza grande y los dedos de las manos flacos. Se que eres una niña y se, antes que nada, que eres inevitablemente mía. Más mía que cualquier cosa que haya tenido antes.

Por eso mi pulga, voy a hacerte una promesa. Una promesa de amor.

Quiero prometerte que te amaré todos los días de mi vida. Te amaré cuando llores. Te amaré cuando no me dejes dormir por las noches. Te amaré aún cuando, a punta de hambre, destroces mis pezones. Te amaré cuando el agotamiento no me permita quererte. Te amaré cuando me de cuenta de que ya no queda nada de mi vida de antes, pues desde tu llegada no hay espacio de mi ser que no te pertenezca.

Pulga, prometo amarte aún cuando no te parezcas a nada de lo que había imaginado. Te amaré cuando armes rabietas. Te amaré cuando saques malas notas en el colegio. Prometo amarte cuando seas una adolescente insoportable. Te amaré cuando me lleves la contraria. Te amaré cuando no pueda entenderte. Te amaré aún cuando me odies. Te amaré aún más cuando te odie.

Prometo amarte siempre, mi pulga adorada, porque desde aquel día, en el baño de ese rascacielos en Nueva York, ya no sé hacer otra cosa.

Con amor,

Tu madre 

martes, 10 de abril de 2012

Y llegó la pulga. Última Parte (De desvelos, pupú y una ansiedad incesante)

Ya desde el día en que nació la pulga, el ángel nos había sugerido a Pulgapapá y a mí que en lugar de mandarla al retén durante la noche nos la quedáramos en el cuarto. Creí que nos lo decía para que empezáramos a trabajar el vínculo madre-padre-hija pero después de la primera noche entendí que el motivo era mucho más pragmático.
Decidimos entonces hacerle caso a medias. Tanta gente nos decía "aprovechen en la clínica que tienen ayuda para descansar" que sucumbimos a la tentación. Pasada las 9 pm, luego de que se fueran todos, comenzamos el proceso de despertar a la Pulga, alimentarla, cambiarla, y a las 11 llamamos al retén para que se la llevaran y nos la trajeran a las 3 a.m. para volverle a dar de comer. 
A esa hora de la madrugada tuvimos nuestro primer tropiezo con el pupú cuando se le hizo a Pulgapapá en la mano. Afortunadamente, el ángel le había enseñado a Pulgapapá a cambiarla y mientras ella llenaba todo de pupú no pudimos sino morirnos de la risa a la vez que yo trataba de calmar su llanto (desde que nació la Pulga llora a gañote suelto cuando la cambian) con la canción que le cantaba cuando estaba en la barriga. 
Luego le día de comer, y si mi memoria no me engaña, costó un rato y algunas lágrimas (de ella y mías) para que se pegara al pecho. A las 5 a.m. se la llevaron nuevamente al retén y casi a las 9 a.m., después de varias llamadas, la regresaron. Me enteré de que a pesar de que había  comido, en el retén le habían dado fórmula, y después de insultarlos por no respetar mis deseos, decidí que a partir de ese momento y por los dos días que me quedaban en la clínica, mi hija estaría todo el tiempo con nosotros. 
Ese día cuando llegó el ángel al cuarto, a eso de las 7 am, me encontró semi bañada en llantos. Le conté el episodio del pupú, que me costó para despertarla, que no se quería pegar al pecho y que en general había sido una noche intensa y me dijo "es mejor que todo esto les pase por primera vez aquí que tienen ayuda que en la casa donde están solitos". 
Así, las noches que siguieron fueron más fáciles que la primera y tal como dijo el ángel cuando llegamos a la casa ya sabíamos a qué enfrentarnos: tres despertadas en el medio de la noche, una pelea continua de Alana con mi teta (de esto hablaré mucho más en un próximo post), mucho pupú, en especial mientras la cambiábamos o justo después de que estuviera lista, y en general una ansiedad casi perenne producto de un cuestionamiento incesante. "¿Habrá comido suficiente?", "¿tendrá mucho frío o mucho calor?", "¿por qué estará llorando?".
Los primeros obstáculos son más sencillos de evadir. Los trasnochos eventualmente disminuyen hasta casi desaparecer, dar pecho deja de ser una batalla y uno aprende a cambiar los pañales y a nunca pararse al frente del rabo del bebé (lo más probable es que recibas un baño de pupú). El cuestionamiento es otro asunto. La ansiedad por saber si estamos haciendo lo correcto, presiento yo, y dicen todas las madres que conozco, nunca desaparece.